Hoy es mi cumpleaños. Treinta años… Comienzo la treintena.
Dicen que esta década es la más satisfactoria de todas. A esta “tierna” edad, debes haber conseguido todo aquello en la vida por lo que, se supone, merece la pena vivir: un trabajo estable, una casa en propiedad y una pareja que te acompañe. Si añades unos cuantos churumbeles al saco, consigues la perfección del impecable hombre de familia.
Yo no tengo nada de eso. Por no tener, no tengo ni perro. Al menos, éste podría hacerme la vida más amena… y menos solitaria.
Tampoco es que me queje de mis años vividos. Habiendo nacido en el seno de una familia con un poder adquisitivo medio-alto, mi niñez y adolescencia fueron más o menos un camino de rosas: fiestas de cumpleaños, salidas nocturnas a mansalva, y “papá, quiero” y “papá daba”.
Pero el ser humano tiende a desear lo que no tiene, por lo que hoy por hoy, siento que me falta algo. No algo material y tangible como una vivienda a la cual estaría enganchado de por vida con la interminable hipoteca, o un trabajo en el que mi jefe ordenara y yo acatara. Ni siquiera pido una pareja cien por cien todo amor y comprensión. Necesito algo más… Algo que me llene, algo que me haga vivir de nuevo el sentimiento de despreocupación y eterna alegría que colmaron mis primeros años. Quizás tengo la crisis de los treinta. Aunque, ¿eso no era a los cuarenta? Sin embargo, teniendo en cuenta lo precoz que he llegado a ser en algunas ocasiones, no me extrañaría que la crisis de mediana edad se me adelantara también.
Es curioso que mis pensamientos vuelen exactamente a aquella época de mi vida, cuando estoy sentado en un despacho que rivalizaría con el del presidente de la Casa Blanca, mientras espero al director de la empresa para una entrevista de trabajo. Pero hay un olor en la habitación que me hace recordar: ese aroma a chicle de melón que me acompañó durante los años en los que un preadolescente comienza a saborear los pequeños placeres de la vida de una manera inocente e impaciente, creyéndose el rey del mundo en plan Leonardo Dicaprio en Titanic, y pensando que el barco de la vida no se hunde. ¡Pero vaya si se puede llegar a hundir! Y no una, sino dos y tres, y todas las veces en las que hagas malas elecciones o la suerte no esté de tu lado.
Como suelen decir: “La experiencia es un peine que te dan cuando ya te has quedado calvo”. No es que yo lo esté. A punto de traspasar la barrera de los treinta, aún no han hecho aparición las temibles canas y, a riesgo de parecer falto de modestia, diría que todavía conservo un físico bastante aceptable para estar dentro del mercado. Pero también es verdad que si hubiera estado más centrado en algunos pasajes de mi vida, quizás la que tendría ahora sería muy diferente. Aunque eso, por desgracia, es algo que nunca llegaré a saber.
A la espera de ser entrevistado, y rodeado del olor a melón, sólo un nombre viene a mi mente: Nico.
Yo tendría…, ¿diez, once? No estoy muy seguro, pero la primera vez que lo vi, el chico estaba intentado meterse alrededor de cinco chicles de melón en la boca. Contando con que aquellas golosinas tenían la forma de dicha fruta y eran la mitad del tamaño de una pelota de ping-pong, si lo conseguía, sería proclamado el rey de la calle, a juzgar por las caras extasiadas de un grupo de niños que lo rodeaba.
Abrió su boca al máximo, dejando ver una hilera de diminutos y blancos dientes que me recordó a las pequeñas fauces de las crías de leones cuando bostezaban, y que mi padre veía todas las tardes en los documentales de National Geographic. Levantó su mano derecha donde tenía casi espachurrados los cinco chicles y se los metió sin contemplaciones en su desencajada boca. La retiró de su cara y juntó los labios. Una pequeña sonrisa de victoria compartida se plantó en mi rostro. El chaval lo había conseguido, a pesar de parecer un hámster con los carrillos llenos cuando almacena la comida. Todo el grupo empezó a vitorearlo, coronándolo en aquel mismo instante como el líder a seguir. Entre aplausos y aullidos, los verdes ojos del niño se apartaron de la multitud que lo elogiaba y me miraron directamente. Yo, atraído como otro súbdito más ante la hazaña del nuevo dirigente, le sonreí con emoción alabándolo por su proeza.
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