CAPÍTULO 1
La división a la que pertenecía Steven fue avisada de que debían enviar a sus hombres para atender un nuevo siniestro. Los bomberos de las compañías asignadas subieron a los camiones, preparados para sofocar el incendio de un viejo edificio de veinte plantas ubicado en el barrio Williamsburg de Brooklyn, que se estaba viniendo abajo y tenía una orden de desalojo para su posterior demolición.
En el trayecto, las explicaciones fueron dadas por radio a todos los camiones mientras los bomberos prestaban atención. La alarma del piso veinte del edificio había sonado estruendosamente, despertando a los moradores de los precarios apartamentos de esa planta. El caos pareció estallar en pocos minutos y hombres, mujeres y niños corrieron hacia las escaleras, tratando de salvar sus vidas, gritando enloquecidamente a medida que huían del fuego —que estaba empecinado en consumir todo a su paso—, alertando con sus voces a los demás ocupantes en las otras plantas. La llamada al Departamento de Bomberos había sido realizada poco tiempo después.
Cuando el camión en el que Steven viajaba llegó al lugar del siniestro, varias dotaciones estaban reunidas fuera del edificio en llamas. Montados sobre grúas, algunos de los uniformados ya se elevaban hacia el cielo erigiendo las mangueras desde el exterior, mojando las paredes, haciendo que la fuerza del agua rompiera los vidrios para entrar al edificio. Tenían que sofocar de alguna manera al monstruo que se levantaba —feroz, enorme, imponente e implacable— para devorarlo todo a su alrededor y, de ser posible, escapar hacia los edificios colindantes.
Las ambulancias estaban a un costado, los paramédicos listos para atender a los primeros heridos que llegaran a sus manos.
Steven era uno de los bomberos que se encontraba en la acera preparado con su equipo especial, máscara de oxígeno y muchas ganas de entrar al edificio y salvar a las pobres almas que estaban a merced del asesino rojo. En el instante en que recibieron la orden de su capitán, su cuadrilla avanzó en tropel derribando la puerta de entrada. Las personas de los pisos inferiores corrían desde las escaleras hasta la salida, amontonándose y golpeándose unas a otras en su desesperación por escapar al exterior. Steven era el líder y, como tal, comenzó a dar órdenes a diestro y siniestro, haciendo que con su voz potente y llena de confianza la masa de desesperados se calmara, desplazándose de forma ordenada fuera de la locura y el caos.
Las mangueras en los pasillos del primer piso estaban podridas. Maldiciendo en voz baja, Steven se deslizó —entre los enloquecidos habitantes de la mole en llamas, que estaban siendo guiados por otra cuadrilla hacia el exterior— encabezando la marcha de su propia cuadrilla hacia el segundo piso. La situación se repitió, y ya podía intuir que en las siguientes plantas las mangueras estarían igual, siendo una misión inútil la comprobación de su estado. Llegando al décimo piso, el humo era espeso y el calor sofocante. Diez de sus compañeros estaban a sus espaldas, haciendo las amarras con las mangueras de 52 mm que portaban con ellos.
Al llegar al decimoquinto piso el humo se hizo aún más espeso, las llamas bajaban lamiendo los escalones. Por su intercomunicador, Steven ordenó enviar agua a través de la manguera. Apuntando hacia el fuego, vieron cómo este danzaba con el agua, tratando de no sucumbir ante ella. Steven creyó ver unos ojos malignos en el fuego y una boca que le sonreía maléficamente. Era producto de su imaginación, lo sabía, pero eso no impidió que su lobo, con ganas de desplegar sus garras y mostrar sus colmillos, quisiera gruñirle al enemigo y entrar en combate para vencerlo. Le tomó todo lo que tenía mantener a su bestia tranquila. Necesitaba su mente limpia, sin un velo de ira que nublara su buen juicio.
Desde fuera del edificio podía verse una columna de humo negro que se levantaba hacia el cielo, convirtiendo el celeste día en uno gris y triste.
El humo se hizo más denso a la altura del piso quince, antes de que el fuego fuera controlado por los bomberos.
El rescate de las personas fue realizado mediante colchones inflables, descensos por cuerdas y, en una gran mayoría, por las propias escaleras del edificio.
Las horas pasaron y pudieron reducir el fuego a cero, acabando con él y, de esa manera, con el peligro. Más de doscientos bomberos trabajaron arduamente para evitar que los edificios circundantes fueran lamidos por el demonio rojo, logrando que permanecieran ilesos. Pero el enorme edificio de ladrillos de veinte pisos donde todo comenzó, estaba en ruinas. Inhabitable para siempre.
En el piso veinte, Steven comenzó su inspección. Era un perito cualificado y entrenado para detectar cómo se originaba un incendio y así poder determinar si era deliberado o no. La caldera estaba reducida a un amasijo de material retorcido. De ella salían caños que parecían haber explotado. Por la rapidez con la que el fuego se propagó y la cantidad de gas que los caños deberían de haber soltado, la combustión había resultado ser imparable.
Se colocó guantes para no contaminar la escena. Tomó fotos. Muchas. Se acercó a los caños y colocó todas las partes que pudo rescatar en bolsas herméticas para su posterior análisis. A un metro de la caldera encontró los restos de una bomba casera. El incendio había sido deliberado. Parecía que el propietario quería hacer efectivo el desalojo de la peor manera posible. Pero ¿era más importante el dinero que las vidas de las personas que podrían haber perecido? Ese solo pensamiento hizo que la sangre le hirviera en las venas y que sintiera la necesidad de ser duro e implacable, queriendo convertirse en el arma conductora de la venganza de las pobres víctimas del fatal suceso.
Con las pruebas a salvo y habiendo terminado la inspección, se retiró del edificio sin poder evitar ver la destrucción a su paso. Las puertas de las viviendas estaban abiertas, los muebles dentro calcinados, los juguetes de los niños derretidos, todo perdido por la codicia de aquellos que no tenían prejuicios para dar una orden de muerte si ello venía con la garantía de obtener lo que querían.
Williamsburg estaba situado en Brooklyn. Era un barrio que se caracterizaba por estar siempre en movimiento y lleno de contrastes. Muchos edificios, como el que se había incendiado, se encontraban en pésimas condiciones, sin guardar las medidas de seguridad que las construcciones modernas acataban según las disposiciones vigentes. Lo comprobó con el lamentable estado de las mangueras en los pasillos de cada piso. La alarma de incendio del piso veinte había funcionado correctamente y eso había sido la diferencia entre la vida y la muerte para los habitantes del edificio. Alguien tendría que pagar por los bienes destruidos, por las vidas que pudieron haberse perdido. La codicia, uno de los más peligrosos pecados capitales, había sido sin duda el motor para este acto atroz. Steven jamás lo entendería, pero lo había visto miles de veces desde que se unió al Cuerpo de Bomberos de Nueva York. Y ya estaba asqueado de eso.
En el exterior, el aire seguía sintiéndose enrarecido, pero el humo negro ya no lo rodeaba. El llanto de las víctimas resonaba en sus oídos. Lo habían perdido todo, menos la vida y su familia. Pero ¿alcanzaría ese consuelo para seguir adelante?
Contrariamente, para los bomberos, el operativo había sido todo un éxito. El rescate de los habitantes de la mole de veinte plantas había sido agotador. La evacuación exitosa, sin víctimas fatales. Ahora, solo quedaban del siniestro las ruinas de los apartamentos del viejo edificio que sería demolido. Steven ya sabía que una tubería de gas había explotado, logrando que la locura se desatara en el lugar. Podía afirmar que el fuego se había iniciado en la caldera ubicada en el último piso gracias a la detonación de una bomba, haciendo su camino hacia abajo como un fantasma demoníaco que buscaba presas para llevarse con él al infierno.
En el camión, desplomado en uno de los asientos y con la cabeza contra la ventanilla, trató de evitar que el dolor de las víctimas se impregnara en él. Cerró su mente a todo y estuvo como en trance hasta que llegó a la estación de bomberos.
Cuando se hubo aseado, fue avisado de que el jefe del Departamento de Bomberos quería verlo en su oficina. Steven aún podía escuchar en su cabeza las voces de los hombres lamentándose por sus pérdidas materiales, el llanto de una niña que se aferraba a una muñeca de trapo mientras lo miraba con odio, como si él le hubiera arrebatado la seguridad de las paredes que conocía.
Estaba harto de Nueva York y de sus quejicas habitantes. Quería volver a Bringtown, a pesar de que su manada había sido aniquilada. Allí había alguien al que quería reclamar. Su compañero destinado lo tendría que aceptar.
Golpeó la puerta vidriada del jefe y este le hizo una seña para que avanzara. Una vez dentro, el jefe Jackson señaló con la mano derecha la silla frente a su escritorio y le ordenó:
—Gray, siéntate.
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