[/ezcol_1quarter_end] [/fusion_tab] [fusion_tab title=”Fragmento del Libro” icon=”fa-book”]
Prólogo
Hace tres años.
—¿Estás bien, David?
David se sobresaltó con la pregunta de su tío Nelson, estaba tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera notó que ya habían llegado a su destino.
Amaba jugar al fútbol y era bastante bueno por lo que decían sus entrenadores, así que asistía dos veces a la semana al centro deportivo y era su tío Nelson quien solía llevarlo a las prácticas.
—Estoy bien —respondió distraído.
Había tenido un par de semanas complicadas así que sus pensamientos estaban en otro lado en ese momento; más precisamente en José Luis, su novio, en su abuela y en su tío Nelson.
Su sexualidad era un tema que aún estaba descubriendo y explorando junto a su novio. Siempre se sintió más atraído por los chicos que por las chicas y nunca se sintió problemático por eso. Sabía que su tío lo aceptaría cualquiera fuera su condición sexual, así que cuando José Luis lo besó por primera vez, solo se dejó llevar por las agradables sensaciones que esa nueva experiencia le provocaba y no se cuestionó al respecto. Todo había estado bien por un tiempo, hasta que comenzó a presionarlo para que tuvieran sexo. Sus momentos a solas habían estado llenos de muchos besos, caricias y sexo oral, pero cuando intentaron ir más allá, la penetración no había sido una experiencia agradable para él, y desde entonces la relación estaba bastante tensa.
Debía reconocer que cuando conoció a José Luis se sintió inmediatamente atraído por él, principalmente porque se parecía físicamente a su tío Nelson. Tenía hace mucho tiempo un enamoramiento platónico por el hombre que consideraba su segundo papá. El novio de su tío siempre había sido muy amable y cariñoso con él, por eso lo adoraba y lo consideraba el hombre perfecto, su ideal a alcanzar algún día. Pero desde un tiempo atrás, su tío lo hacía sentir… incómodo.
Creía estar seguro de su sexualidad, pero después de su mala experiencia sexual, y ahora que su relación con José Luis estaba tambaleando, se preguntaba una y otra vez lo mismo: ¿Era gay o solo creía que lo era porque había sido criado por sus tíos Gabriel y Nelson?
—¿Seguro que estás bien? —volvió a preguntar Nelson, poniendo la mano en su muslo en un gesto casual.
Se tensó ante el toque y se quedó estático. Sintió la urgencia de quitar la pierna, pero no lo hizo.
—Sí —dijo sin mirarlo—. No pasa nada.
—Te pasaré a buscar cuando termines, ¿o prefieres que entre contigo? Me encantaría verte jugar.
—¡No! —exclamó enseguida, buscando una excusa creíble para que no se quedara—, me pondría nervioso.
—Está bien, te paso a buscar más tarde —contestó Nelson, subiendo un poco la mano, llegando demasiado cerca de su entrepierna.
Abrió la puerta lo más rápido que pudo y se libró de la mano de su tío. Esperaba ver una mirada extrañada o sorprendida, pero solo lo miró con una sonrisa torcida y le guiñó un ojo.
Cuando el automóvil de su tío partió, se quedó parado donde estaba en estado de shock. Ese tipo de actitudes era lo que lo ponía incómodo: los toques casuales, los masajes que siempre le ofrecía, se volvían raros.
Levantó su mochila y entró en el centro deportivo sin ánimo de nada. Hasta las ganas de jugar se le habían quitado.
¿Por qué las cosas tenían que complicarse tanto? Hasta unos meses atrás todo era normal, solo él y sus tíos, una pequeña y feliz familia. Pero ahora ya no se sentía feliz, todo ese asunto lo hacía sentir tan raro, tan… sucio.
No era un mojigato, nunca se había sentido incómodo en la intimidad con su novio, y a pesar de que había tenido el pene de José Luis en la boca, nada de lo hecho lo hacía sentir tan sucio como cuando su tío Nelson lo tocaba.
¿Qué debía hacer? ¿Se lo decía a su tío Gabriel? ¿Se lo decía a su abuelita? ¿Y si todo aquello era solo parte de su imaginación? Tal vez solo estaba exagerando y si hacía un escándalo de un simple gesto cariñoso ofendería a su tío Nelson. Podría hasta hacer que sus tíos se separaran.
¿Quería eso? No, definitivamente no quería ser el responsable de romper la única familia que había conocido por los últimos tres años.
Otra consecuencia peor vino a su mente. ¿Y si acusaba a su tío Nelson y por ese hecho lo separaban de su tío Gabriel? Seguramente lo enviarían con su abuelita, pero él no quería eso. La amaba, pero su hogar estaba con su tío Gabriel.
«Entonces, será mejor que mantengas la boca cerrada», se dijo. Todo este asunto de sentirse raro pasaría. Tal vez solo era que su tío había notado que era gay y esperaba que confiara en él y saliera del armario. ¿Sería eso?
Cuando iba camino a los vestidores, Catalina salió a su encuentro. Ella era una chica linda, jugaba voleibol en el centro y siempre le estaba coqueteando. Aún no le rompía el corazón diciéndole que era gay, principalmente porque todavía no había salido del armario y sobre todo porque ahora tenía unas cuantas dudas al respecto.
—Hola David —saludó Catalina, coqueta y acercándose a él.
—Hola, Cata, ¿cómo estás?
—Bien…, ¿y tú?
—Bien.
Ambos se quedaron callados en un silencio raro.
—Sabes, hoy iré… Bueno, en realidad, unos amigos y yo, iremos a comer algo después de los entrenamientos. ¿Quieres ir con nosotros? —preguntó Catalina nerviosa.
Se iba a negar, pero después de meditarlo un momento pensó que quizás podría intentarlo. Tal vez solo para probar que sus dudas no tenían fundamento.
—Sí, me encantaría acompañarlos —le respondió, decidido.
Catalina sonrió y sus ojos brillaron; era una muchacha muy guapa eso no podía negarlo. ¿Cómo sería besar a Catalina? ¿Se sentiría bien? ¿Se sentiría tan bien como cuando besaba a José Luis?
Dos años después…
Max caminó con pasos lentos hacia la oficina de Bruno. El consejero era el hombre más dulce que había conocido nunca y hacía tiempo que estaba enamorado de él. Aunque le dolía, sabía que jamás le correspondería. Contaba apenas con diecisiete años y el otro hombre ya pasaba los treinta, por lo que sabía que el rubio y alto hombre solo lo veía como a un niño. Eso no evitaba que fuera amable y que siempre aceptara jugar una partida de ajedrez. Lo más valioso de su amistad, era que podía contarle de todo mientras jugaban ajedrez, sobre todo acerca de sus miedos.
Cuando tienes leucemia desde los quince años, aprendes a vivir con el miedo a morir, pero era un gran alivio poder compartir sus penas con alguien que no fuera su madre.
Tenía pocos amigos, principalmente porque los últimos años se los había pasado en el hospital. Conservaba muy pocos amigos de allí; la mitad de ellos había muerto de cáncer y la otra mitad —los que se habían recuperado— no querían recordar su paso por el hospital, así que poco a poco habían perdido contacto.
Tampoco había creado lazos con ningún compañero de curso, ya que por sus tratamientos, los dos últimos años, apenas había asistido al colegio. Estudiaba en su casa y daba exámenes libres.
Su única opción de compartir con gente de su edad era el centro terapéutico. Su madre se había opuesto al principio, no sabía si era porque siempre lo quería tener pegado a sus faldas, o porque no consideraba a los chicos del centro como amistades convenientes, ya que la mayoría de ellos tenían problemas de drogas, depresión e intentos de suicidio. A pesar de su oposición, hacía ya seis meses que iba regularmente al centro; nadie era capaz de retenerlo cuando se le metía una idea en la cabeza.
Golpeó la puerta de Bruno, cruzando los dedos para que el guapo consejero tuviera tiempo de jugar una partida de ajedrez. Necesitaba hablar con alguien, necesitaba el apoyo que sabía le daría. Las últimas semanas no se había sentido bien y el día anterior su doctor le había dicho que le harían una serie de exámenes para confirmar si la leucemia —que hasta el momento estaba en remisión— había vuelto. Si era así, nuevamente tendría que volver a la quimioterapia y a los tratamientos.
—Adelante —escuchó la profunda voz de Bruno que se colaba a través dela gruesa madera.
Abrió la puerta solo lo suficiente para asomar su cuerpo dentro de la oficina y le sorprendió ver que no estaba solo. Sentado frente al consejero estaba el chico más guapo que había visto en su corta vida. Su cabello era oscuro y cuando lo miró pudo ver que sus ojos eran del más impresionante color verde esmeralda. Lo único que arruinaba su aspecto era un moretón en su mejilla y un parche que tenía en la frente.
—Hola —saludó con un gesto rápido de su mano—. Venía a buscarlo, tenemos una partida de ajedrez pendiente.
—Lo lamento, Max, pero no puedo en estos momentos. Tengo varias consultas hoy y mucho trabajo acumulado, tendrá que ser otro día.
—Oh, es una lástima. Supongo que no soy tan afortunado para que sepas jugar ajedrez. ¿O sí? —preguntó, en esta ocasión al guapo chico sentado frente a Bruno.
—¿Yo? —quiso saber el chico—. Lo siento, no sé jugar.
No pudo evitar la sensación de decepción en mitad de su pecho. Estaba tratando de encontrar otra opción para lograr que aquel muchacho lo mirara nuevamente, pero afortunadamente, Bruno intervino por él.
—Max podría enseñarte. Él pasa mucho tiempo aquí y puedes jugar un rato, hasta que Lidia se desocupe y puedas reunirte con ella para tu primera sesión.
«¿Lidia? Santo cielo». Lidia se especializaba en rehabilitación de drogas, el guapo chico probablemente era adicto, así que ese era el motivo de su estancia en el centro.
—Si quisiera jugar ajedrez lo haría en mi computadora o en mi tablet —exclamó el muchacho entornando los ojos y poniendo cara de sabelotodo.
—Si tuvieras alguno. Le dije a tu tío que no trajera nada más que ropa. Tienes prohibido ocupar esos aparatos aquí —le aclaró Bruno.
—¿Qué? ¿Por qué?
—¿Qué crees que es esto, un hotel? Viniste a rehabilitarte, no dejaré que pierdas el día jugando.
—¡Genial!
—Ven conmigo afuera y te enseñaré a jugar ajedrez —intervino Max con una sonrisa.
El chico clavó sus ojos verdes en Max y después se levantó con hastío, y salió de la habitación pasando junto a él. Pudo comprobar que solo era unos centímetros más alto que su metro setenta y dos. Al verlo de espaldas, pudo apreciar su bello y bien formado trasero.
Hipnotizado comenzó a seguir al hermoso adolescente y cuando estaba cerrando la puerta, la voz profunda de Bruno lo detuvo, así que se giró a mirarlo.
—Max… David es un buen chico, y creo que sería agradable que tuviera un amigo mientras está aquí.
—¿Me está pidiendo que cuide de él?
—¿Lo harías?
—Encantado —exclamó con una sonrisa.
Salió de la oficina y David lo estaba esperando con los brazos cruzados. Se dio cuenta que Bruno no los había presentado, así que estiró su mano y le sonrió.
—Bruno no nos presentó, soy Max Ortega.
—David García —respondió, estrechando su mano.
—Sígueme, te mostraré el lugar.
Le dio un pequeño recorrido por los espacios compartidos del centro, incluido el jardín. Trató de sonar divertido y amable para impresionarlo, sin embargo no hizo ningún comentario, ni siquiera lo miró. Comprendía que David era hetero y además debía estar bastante alterado por tener que estar en rehabilitación. Y eso si es que no estaba ya con síndrome de abstinencia, lo había visto muy seguido en los chicos del centro y no era nada agradable. Finalmente lo llevó a la sala de juegos y sacó el tablero de ajedrez esperando quitarle el mal humor.
Acomodó las piezas en el tablero, evitando mirarlo. No quería ser tan obvio y espantarlo. Sería feliz con solo ser su amigo.
—¿Así que estás aquí desintoxicándote? —preguntó directamente.
—Vaya. No eres nada sutil.
—No tengo tiempo para serlo.
—Sí, estoy desintoxicándome. Me metí en líos y mi tío me encerró aquí. ¿Tú también?
—No, yo vengo voluntariamente.
—¿Vienes voluntariamente? Debes estar mal de la cabeza, este lugar es deprimente. ¿No prefieres pasar el tiempo con tus amigos?
—No tengo amigos, acá siempre hay jóvenes de mi edad con quien conversar o jugar ajedrez. No son amigos permanentes o de larga duración ya que muchos de ellos están aquí por problemas de drogas o depresión, incluso algunos suicidas, así que cuando salen del centro no quieren saber nada de este lugar, ni de los que quedamos aquí.
—¿Y te agrada relacionarte con ellos?
—Trato de ayudar. A veces cuando ves las desgracias de los demás, tu propia vida luce menos deprimente.
—¿Así que vienes aquí a sentirte mejor? —preguntó David con desdén.
—Me refería a que los demás se sienten mejor cuando comparan su vida con la mía.
—¿Sí? ¿Y qué tiene de malo tu vida?
—No quiero que sepas —respondió, serio.
—¿Por qué no?
—Porque no es tu asunto. ¿Empezamos?
A Max le molestó el tono utilizado por David, lo decepcionó pensar que el guapo muchacho era solo un cabeza hueca; otro niñito mimado que no valoraba la vida. Había visto varios chicos así en el centro y siempre terminaban volviendo a rehabilitación, una y otra vez.
Rezó por estar equivocado, deseaba que fuera diferente, esperaba que apreciara lo que tenía y tuviera una vida larga y feliz.
Una que él tal vez no tendría.
Un año después…
David se sentó cerca de Max, que estaba hecho un ovillo en la cama y comenzó a frotar su espalda con cuidado. Desde que su amigo había comenzado el tratamiento para la leucemia había estado cada día a su lado. Apoyándolo y rezando para que se recuperara pronto.
Nunca pensó cuando se conocieron, que se volverían mejores amigos. Se habían apoyado mutuamente desde el principio; Max siempre estaba atento a que no recayera en su adicción y él siempre se preocupaba de que cuidara su salud. De a poco se habían metido el uno en la vida del otro. Hablando de todo y de nada, su amigo sabía siempre cuándo hablar y cuándo solo escucharlo.
Lo único que no era capaz de compartir con él, era el horror que había vivido en manos de su tío Nelson. No se sentía preparado para hablar sobre el abuso al que había sido sometido por ese hombre. Con el único con el que se sentía capacitado para tratar ese tema era Bruno, y aunque el novio de su tío trataba de sonar casual cuando conversaban, sabía que había tenido todo un año de terapia psicológica en casa.
—Me duele… —se quejó Max con voz ronca.
—¿Dónde?
—La espalda.
La tercera ronda de quimioterapia tenía a su amigo hecho bolsa. No había parado de vomitar y estaba dolorido en todas partes; eso sin contar que ya había perdido todo su hermoso pelo y su piel estaba tan pálida y enferma que hacía resaltar aún más sus marcadas ojeras.
Ya sentía las manos entumecidas después de pasar toda la tarde frotándole las extremidades y la espalda. No había nada más que le quitara el dolor, el doctor les había dicho que la única solución era suspender el tratamiento. Y esa no era una opción.
Cuando le frotaba un brazo, vio unas lágrimas asomarse por los ojos de su amigo. Verlo sufrir y no poder hacer nada más, le partía el corazón.
—¿Max? ¿Estás bien?
—Quiero que acabe… —murmuró—. Estoy tan cansado de esto…
—Ya va a pasar. Esto va a pasar, y vas a estar bien.
—No. No estaré bien… Lo sé, lo siento. Está empeorando en vez de mejorar.
Se congeló y dejó de masajearle la espalda.
—Deja de decir tonterías, Max. ¿Crees que los doctores seguirían con tu tratamiento si no estuviera funcionando?
—Sí, lo harían. Seguirán torturándome hasta que este calvario termine.
—Ya cállate tonto, esto es por tu bien. Sé que se siente horrible ahora, pero en unas semanas los efectos de la quimio habrán pasado y estarás bien.
—¿Me dirás si no fuera así?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero saber si voy a morir, David. Prométeme que me dirás si sabes que voy a morir.
Abrió la boca, pero la promesa no salió de sus labios. ¿Sería capaz de decirle algo así a su amigo? Que Max muriera era una posibilidad latente —los dos lo sabían—, pero mientras aún tuvieran esperanzas, se aferraría a ella y lucharía codo a codo junto a Max.
—Promételo —le pidió nuevamente Max.
—Lo prometo —respondió con un nudo en la garganta.
Max suspiró y alcanzó a leer el alivio en su mirada antes de que cerrara los ojos.
Respiró profundamente y siguió con su triste misión: masajeó su espalda, hasta que las manos le dolieron. Y en ningún minuto dejó de pensar en su promesa. Llegado el momento, ¿sería capaz de decirle a su amigo que iba a morir?
Cuatro meses después.
David suspiró al salir de la habitación de Max, sintiéndose más tranquilo. Ya habían pasado un par de meses desde que su amigo había terminado la ronda de quimioterapia que lo tuvo tan mal y ya estaba recuperando peso, además su pelo había crecido también un poco. Aún estaba algo débil, pero sentía solo ocasionales náuseas y mareos, y aquello era algo para agradecer. Después de meses enfermo por fin podía hacer su vida normal, incluso había terminado el colegio al igual que él.
Había terminado el último año de colegio con buenas notas, pero el año anterior, cuando estuvo en rehabilitación, sus notas fueron un desastre y había pasado apenas de curso, con un promedio muy bajo. Lo que más lamentaba era lo mucho que iba a influir en su promedio general para postular a la universidad, aquellas notas probablemente lo dejarían fuera de la carrera de arquitectura.
Su amigo, en cambio, a pesar de estar enfermo, había pasado con excelentes notas, e incluso estaba postulando a una beca.
Caminó por el corto pasillo desde el dormitorio de Max hasta el living, buscando a la señora Magda, la madre de su amigo. ¿Dónde diablos se había metido? Debería estar almorzando a esa hora, ya que debía tomar algunas medicinas, y no podía hacerlo con el estómago vacío.
Como de costumbre, la mujer estaba al teléfono. Todavía no entendía cómo alguien podía hablar tanto por teléfono sin que se le cayeran las orejas, pero en fin, lo que más le molestaba era que sentía que descuidaba a a su hijo y eso no le parecía correcto.
Magda dejaba mucho que desear como cuidadora de una persona enferma. Recordaba la dedicación de su abuela cuando su madre estuvo enferma de cáncer, ella y su tío Gabriel habían estado en cada momento a su lado hasta que murió. La madre de Max, en cambio, solo lloraba y se quejaba de lo injusta que era la vida, pero el que pasaba más tiempo con Max era él.
Se acercó por detrás de Magda, para recordarle sobre las medicinas y el almuerzo de Max, pero se quedó congelado cuando escuchó la conversación.
—Sí, hoy hablé con el doctor… —dijo con voz llorosa—. La quimioterapia no funcionó, el cáncer no remitió esta vez. El doctor dijo que seguiría intentando pero… ya no hay nada que hacer.
Sintió como si un puño le apretara el corazón. Se apoyó en la pared y contuvo a duras penas las lágrimas. No iba a llorar, no podía dejar que su amigo lo viera llorar, pero la realidad era demasiado fuerte para afrontarla: Max iba a morir.
Ya no era una posibilidad, era un hecho.
¿Lo sabría Max? ¿Sabría que iba a morir en poco tiempo? Recordó con pánico la promesa que le había hecho hace unos meses sobre decirle si se enteraba que iba a morir.
Ahora que se enfrentaba al hecho de tener que cumplir su promesa, se preguntó si tendría el valor de decirle la verdad.
¿Cómo le decía a su mejor amigo que iba a morir?
*****
Max miró con asco cómo David colocaba varios bichos vivos en su yogurt, los revolvía y luego colocaba el pote frente a él.
—¡¿Debo comer bichos vivos?! —preguntó con asco.
—Sí, son gorgojos, se llama coleoterapia, es una terapia alternativa.
—¿De dónde los sacaste? ¿Es higiénico comerlos?
—Sí, es higiénico. Me los regalaron en un grupo solidario que contacté por Internet, me dieron unos pocos y ahora los crío en mi casa, solo debo darles pan de salvado y preocuparme de que estén en un lugar limpio y seguro.
—No sé si pueda hacerlo, David, es tan asqueroso —se quejó poniendo su mejor cara de asco.
—Llevas días comiéndolos, el tratamiento parte con uno y va en aumento, solo te lo dije ahora porque ya son muy notorios y no puedo esconderlos.
—¿No eran semillas? —preguntó abriendo los ojos.
—Nop —respondió sonriendo—. Has estado comiendo gorgojos. Así que solo imagina nuevamente que son semillas.
—¿Y para qué diablos debo comerlos? —quiso saber retrasando su inusual merienda.
—Porque te hará bien, mi mamá probó esta terapia y la ayudó, no cura el cáncer pero reduce los síntomas —dijo empujando el yogurt a sus manos—. Provecho.
Se quedó mirando la cuchara en su mano, absorbiendo las palabras de David.
—¿Por qué debo seguir una terapia para el cáncer? ¿No se supone que estoy en remisión? —preguntó sin levantar la vista.
Sintió más que ver a David tensarse. Levantó la vista hacia él y lo vio parpadear antes de desviar la mirada.
—Max…, yo… —balbuceó David con nerviosismo.
—Está bien, David, sé que el tratamiento no funcionó —confesó revolviendo el yogurt—. ¿Cómo lo supiste? ¿Mi mamá te lo dijo o la oíste hablando por teléfono igual que yo?
—¿Tú también la oíste hablando por teléfono? —preguntó sorprendido.
—Sí, la oí.
—Lo siento, Max —dijo David sin mirarlo a los ojos.
—No es que no lo supiera. Los síntomas están siempre presentes. Sabía que había vuelto, y cada vez que regresa se vuelve más agresivo y resistente a los tratamientos…
—Max, he estado leyendo sobre tratamientos, ¿qué hay acerca de un trasplante de médula? —preguntó mirándolo por fin a los ojos.
—Primero —contestó haciendo a un lado el yogurt, esperando que con la conversación se olvidara de su asqueroso tratamiento—, para un trasplante necesitaría un donante, que no tengo. Mi mamá no es compatible y no tengo hermanos. En el hospital hay una larga lista de pacientes en espera, en la cual estoy hace tres años y todavía no hay nadie compatible.
—Tal vez podría donarte, puedo hacerme los exámenes —se ofreció David.
Parpadeó y bajó la mirada para que David no viera la emoción que lo embargó con el desinteresado ofrecimiento.
—Gracias, pero aunque fueras compatible, no creo que sea un opción ahora.
—¿Por qué no?
—Porque para hacerme un trasplante de médula, primero deben bombardearme con quimioterapia para destruir las células malas que están en la médula y no resistiría, más bien mi cuerpo no resistiría. El doctor dijo que la última quimio inflamó mucho mi hígado. Si me dan otra ronda, necesitaré un trasplante de hígado también. Así que, si no me mata la maldita enfermedad, lo hará la quimioterapia —dijo levantando los hombros como si no fuera nada importante.
—¿En serio lo tomas tan tranquilamente? —preguntó David, sorprendido—. Si yo supiera que voy a morir creo que enloquecería.
—Llevo cuatro años enfermo. He pensado mucho en la muerte.
—Es tan injusto…
David se dejó caer y se sentó en la cama, notablemente deprimido. Max sabía que no debía ser fácil para él, ya que su madre también había muerto de cáncer. Siempre pensó que lo cuidaba y se preocupaba por él como una forma de tratar de ganarle al cáncer, pero una vez más la enfermedad estaba ganando.
—David… Si quieres alejarte, lo entenderé.
—¿Alejarme? ¿Cómo diablos puedes pensar que haría algo así? No pienso alejarme de ti.
—No será fácil estar conmigo. Voy a ponerme muy enfermo, peor que cuando estaba en quimio y al final…
—Sé cómo vas a ponerte —lo interrumpió—. Vi morir a mi mamá.
—¿Y quieres pasar por eso de nuevo?
—Por supuesto que no quiero. Pero no voy a dejarte solo. Eres mi mejor amigo y haría lo que fuera por ti.
Sonrió y dio las gracias al cielo por haberlo encontrado. David había demostrado ser una persona maravillosa, estando a su lado en cada momento de su enfermedad. Y todo lo que hacía desinteresadamente solo hacía que lo amara más.
Estaba loca e imposiblemente enamorado de David; sabía que era heterosexual y aunque fuera gay nunca lo vería con nada más que con lástima. Pero, aún así, aunque jamás correspondiera a sus sentimientos, su corazón latía por David y probablemente lo haría hasta que muriera.
En esos momentos el chico de sus sueños le sonrió con tristeza y pudo empaparse de su hermosa mirada y ser feliz por unos pocos segundos… hasta que su amigo se acercó y volvió a colocar el yogurt en sus manos.
¡Maldita sea!
[/fusion_tab]
[fusion_tab title=”Booktrailer” icon=”fa-youtube”]Visualizarlo en HD para una visión perfecta[youtube id=”OCktl4ZC7HU” width=”600″ height=”350″ autoplay=”no” api_params=”” class=””]
[/fusion_tab]
[/fusion_tabs]
[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Comentarios
No hay valoraciones aún.