PROLOGO
—¿Dónde vas, Alec? —preguntó Lonan a su hijo.
—Voy a cazar, madre. Quiero ver si tengo suerte y consigo traer algo con lo que padre esté contento. —La pesada y triste voz de Alec era más que patente.
Lonan vio cómo su hijo salía por la puerta y su corazón se sobrecogió al darse cuenta de que la fuerza espiritual de su hijo, ese brillo que tenía en la mirada, se estaba apagando. Era madre, sabía que algo andaba mal en el alma de su querido hijo, no conseguía llegar a él, la rabia y la frustración le carcomían por dentro. Su padre, enfrascado en su manada y en su juego de poder, no se había dado cuenta de que estaba desgarrando por dentro a su hijo con su indiferencia y su crueldad. Pero ella solo era humana y, aun así, su instinto le decía que era mucho más de lo que podía imaginar.
Alec llegó al borde del arroyo y dejó sus bártulos en el suelo. Desenredó el hilo de pescar y lo soltó en el arroyo pisándolo con una piedra. Esperaba pescar algo. Mientras aguardaba a que Gahes llegara, se puso a pensar en su vida. La tribu de su padre había conseguido hacerse fuerte porque tenía muchos chamanes en ella. Viho había logrado, aun siendo un chamán, ser el Alfa, y no era algo que cualquiera pudiera conseguir: pasar por encima de los Aulladores1 y de los Argenteos2, dos de las tribus de más fuertes Waya3.
Como hijo primogénito del Alfa, había sido entrenado desde que empezó a caminar para ser el próximo jefe de la manada. No es que su padre fuera a dejar de ser Alfa en breve, aún le quedaba una larga vida por delante. Pero los Waya no duraban demasiado en este mundo. Gea los reclamaba mucho más rápido de lo que ellos querrían debido a su lucha constante contra el Havêse4. Habitualmente, se requiere que un Alfa desafíe al otro. Pero en tiempos de paz como los que vivían, se permitía que pasara el poder de padres a hijos. Su padre siempre le decía que esto era el destino. Que su destino era ser el Alfa de una manada poderosa. Alec siempre pensó que esa era una maldita maldición, más que un destino.
Sentándose sobre la húmeda hierba, recostó la cabeza contra un tronco y lentamente fue cerrando los ojos. Pudo sentir el poder espiritual invadiendo su mente. Nadie le dijo que ser un chamán fuera algo divertido y fácil. Cuando las visiones se apoderaban de ti, no tenías control sobre ellas.
Alec abrió los ojos despacio, dejando que la bruma de la visión se fuera materializando. Poco a poco, la bruma fue cogiendo forma de lobo. Este, caminando lentamente por el arroyo, era la viva imagen del lobo de su padre. Parecía como si se estuviera encarando a alguien, sus dientes eran perfectamente visibles. Otro lobo se materializó lentamente delante de su padre, este era exactamente igual a él. Su lobo estaba protegiendo a un oso herido. Mientras los dos lobos se enzarzaban en una pelea en la que Alec salía vencedor, el lobo Alfa desaparecía y su lobo se giró para dirigirse hacia el oso a lamer sus heridas.
La humedad de sus labios se hizo más potente y la neblina desapareció. Cuando su verdadera visión volvió, pudo ver unos hermosos ojos azules como el hielo que lo miraban con deseo, mientras los carnosos labios de Gahes humedecían sus propios labios. Alec, con avidez, cogió con una mano la rubia cabellera del chico y con un tirón suave puso su cara frente a la suya. Con la otra mano, subiendo muy lentamente por su pecho, acarició la parte superior del cuello de Gahes hasta llegar a su hermoso rostro. Su barba de tres días era excitante al tacto y, con su piel morena, el rubio pelo le daba un toque aún más seductor.
—¡Auch! —gimió Gahes.
—No es por nada, pero estaba en medio de una visión. Casi me matas del susto —le dijo Alec con la boca pequeña, anhelando de nuevo sus carnosos labios, comiéndose la boca del hombre que lo volvía loco en esos momentos.
Rápidamente, Gahes se colocó encima de él, recorriendo con sus manos la fuerte espalda de Alec. Los besos, que hasta ahora habían sido suaves y delicados, ahora se volvían salvajes, llenos de ansia y deseo. Respirando casi al unísono, los jadeos se entrecortaban. Un mes, ese era el tiempo que habían estado los dos sin poder hacer nada, sin que sus necesidades sexuales fueran satisfechas. Los dos sabían perfectamente que no eran novios, ni siquiera amantes regulares. Solo dos amigos, con una gran confianza entre ellos que tenían derecho a roce y a sexo. Solo por el hecho de que no podían contarle a sus padres que eran homosexuales, su vida como tal acabaría con ellos dos muertos en el bosque.
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