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Adiós, Ushuaia
“La ciudad más austral del mundo”.
Dicho popular.
I
Yo, Carla Aguirre Fuentes, siempre he sido una niña mimada. Acostumbrada a que todo se hiciera según mi voluntad, nunca me encontré con un impedimento para saciar ninguno de mis caprichos.
Hasta Fabricio Esquivel.
Él, un hombre hecho y derecho, con veintinueve años de edad, es aquel que hace que mi cuerpo tiemble de deseo cada vez que sus ojos se posan en los míos.
Yo, con apenas diecinueve años, soy una triste imitación de la mujer que podría hacerlo feliz. ¿Eso me detiene? De ninguna maldita manera. He usado todas mis armas de seducción para atraerlo a mi tela de araña, pero aún no he podido traspasar los gruesos escudos que lo protegen de los invisibles dedos con los que quiero envolverlo para tenerlo a mi merced.
Vivir en una pequeña ciudad pero a la que se puede acceder a todo el lujo que el dinero puede brindar, provoca que un extraño y elegante hombre sea mirado con admiración por todas esas mujeres de la alta sociedad que se cruzan en su camino. Un varón distinto y deseado, como un capricho más de aquellas que, al igual que yo, están aburridas de ver las mismas caras, los mismos torpes intentos de conquista de los hombres que viven en la ciudad. Y Fabricio lo sabe. Que es arrebatadoramente apuesto y que hace que, en su andar, los suspiros de las féminas lo arrullen como el canto de las sirenas. Pero él parece sordo al embrujo de ese susurrar en sus oídos. Sonríe, inclina la cabeza y sigue su camino. Su cabello es brillante, abundante y dorado. Es lo primero que llama la atención, ya que parece bailar lentamente bajo el frío viento que azota constantemente en mi querida Ushuaia, una ciudad hermosa y llena de esperanzas a la que Fabricio llegó hace más de un mes para trabajar en la campaña electoral de mi padre.
Alberto Aguirre Fuentes es el gobernador de Tierra del Fuego, la provincia que me vio nacer y en la que crecí. Mi padre quiere ser presidente de la Nación y por eso ha contratado los servicios del joven Fabricio Esquivel —un experto asesor de imagen y director de campañas políticas en auge en un mercado en el que mi padre es un verdadero tiburón—, que no se hizo rogar a la hora de tomar la decisión de aceptar semejante reto. ¿Estará el joven Fabricio a la altura de las expectativas del gobernador? Según mi padre, sí lo está.
Mi destino es seguir el camino de la política, y para ello viajaré a Estados Unidos para estudiar durante tres años en una prestigiosa universidad de Nueva York.
Ahora, a solo un mes de mi viaje al extranjero, me encuentro ante mi último tiempo libre como una joven despreocupada, antes de tomar mi papel en el lugar que mi padre ya me tiene reservado.
Desde pequeña empecé a codearme con distintos idiomas. Sé hablar perfectamente inglés, francés, italiano y me defiendo bastante con el alemán. Mi padre fue estricto en esa materia. Alguien que tuviera la misión de gobernar un país debía tener las herramientas para comunicarse con sus aliados… y enemigos.
Un mes, es todo lo que me queda para hacer a Fabricio mío. Lo he acompañado en algunas excursiones por los lagos, el Glaciar Martial, los museos y el hermoso Parque Nacional de Tierra del Fuego. Esos días fueron de sol y risas, en los que compartimos horas como amigos, coqueteando como cualquier hombre y mujer harían cuando algo más que la atracción está cociéndose a fuego lento entre ellos. Pero, por más que he intentado que él hiciera algún movimiento hacia mí, no he tenido éxito. Me siento frustrada, aunque no desalentada.
Ese verano era particularmente caluroso, al menos durante las horas del día. Eso me daba la excusa para usar vestidos livianos y muy cortos, con escotes pronunciados. Sé que Fabricio no es inmune a mi cuerpo. Lo he visto en más de una ocasión recorrer con sus ojos mis curvas, mis pechos, mis largas piernas… Pero sabe cómo transformar su interés en una mirada fría, casi glaciar. Sus ojos azules tienen la intensidad del Pacífico, y eso hace que me estremezca cada vez que me miran como diciéndome: “No tienes ninguna oportunidad de hacerme tuyo”. Ese reto silencioso logra que me empeñe más en tenerlo a mi merced.
Siempre me ha fascinado el océano, sus aguas agitándose constantemente en esta parte del mundo como queriendo decir: “¡Aquí estoy!”. Recuerdo la espuma que se formaba al costado del velero que conducía mi padre en el que me llevaba a pasear cada fin de semana de camino hacia el Faro del Fin del Mundo, uno de mis lugares favoritos. Amaba esas horas compartidas con él, esa íntima cercanía con el hombre que lo era todo para mí cuando era una niña. La admiración que sentía por mi padre era muy intensa. Jamás supe cómo ni por qué nos distanciamos, solo sucedió. Hoy en día, somos como dos extraños viviendo bajo el mismo techo. Sé que él me ama, pero con solo saberlo no me alcanza. Necesito palabras cariñosas, sonrisas cómplices, caricias espontáneas. Eso, se lo llevó el tiempo y el hermetismo en el que ha encerrado las demostraciones de afecto el señor gobernador. Pero, a pesar de esa distancia que se ha establecido entre nosotros, él me consiente en todos mis caprichos, como si de esa manera pagara alguna culpa. ¿Por no poder abrazarme como antes, por evitar decirme con palabras que me ama, por no ser capaz de mirarme a los ojos y contarme sus pesares?
Me duele saberme como una pieza más en el tablero de juegos que mi padre ha orquestado para que sus sueños se cumplan, paso a paso, centímetro a centímetro. ¿Dónde quedó el hombre fuerte de cabello oscuro y ojos color esmeralda que me miraba como si fuera lo más preciado en el mundo? Algo le pasó a ese ser fuerte y sensible, a aquel padre que sabía cómo consolar mis temores con una mirada, una simple palabra o una caricia en mi cabello.
Caminando por la calle principal, me acerqué al puerto donde los veleros aguardan para partir en su trabajo diario. Los turistas hacen fila a la espera de subirse a alguno y tener un pequeño y excitante viaje hacia el Faro del Fin del Mundo, aquel inhóspito y reducido lugar en el que el silencio es solo roto por el ruido del océano y el canto de las aves. Comprendo el palpitar de los corazones de esos desconocidos, ya que el anhelo de verse rodeados por las aguas imponentes y traicioneras del océano es algo indescriptible. El riesgo, la excitación ante el peligro, hace que la adrenalina se funda como fuego por las venas. Los ojos de esos extraños brillan con ilusión y ansiedad. Al igual que los míos brillaban de pequeña cuando mi padre me alzaba en sus brazos para subirme al velero y partir a nuestra aventura semanal.
Ushuaia es la única ciudad argentina con costas en aguas del Pacífico, y yo me sentía una privilegiada por poder vivir aquí, la ciudad más austral del mundo.
Recordar el pasado me llena de nostalgia y me hace temblar. Me siento vacía; como si un frío invernal sacudiera mi interior y solo el volver a tener seis años y sentirme apreciada, querida, amada, pudiera calentarme y traerme paz.
El viento golpeando mi rostro hace que mis ojos se nublen queriendo dejar escapar lágrimas que van más allá del efecto climático. ¿Qué me retenía en Ushuaia aparte de mi capricho por Fabricio? Absolutamente nada. Tan vacía como me sentía, quería correr a mi casa y arrojarme a los brazos de mi padre para recuperar algo del calor que me envolvía cuando él me alzaba en brazos y me apretaba muy fuerte contra su cuerpo. Pero ya no soy una niña de seis años. Ahora soy una mujer que se irá lejos para empezar una vida como adulta.
Tengo miedo.
Es la primera vez que me alejaré de mi ciudad por tanto tiempo.
Sola.
Aparté de mi mente los nefastos pensamientos tanto de la relación fría y distante que me unía a mi padre, como de la incertidumbre de cómo sería mi futuro en poco tiempo. Me obligué a seguir mi camino hacia la gran casa en la que vivía. Allí podría encerrarme en mi habitación para poder mirar a mis anchas el océano a lo lejos, sintiéndome libre tras las rejas de la jaula construida con los deseos de mi padre. Me hubiera gustado estudiar arte. Me encanta pintar y esculpir en la piedra. Pero eso quedó relegado, como todo lo que en la vida me ha importado, a un segundo plano. El dinero no es importante cuando tu vida no es tuya, cuando es digitada por un titiritero con mucho poder para que seas un dirigente más entre sus filas. Aquí, en mi ciudad, en esta jaula de oro, no puedo hacer lo que me gusta, lo que tal vez, perteneciendo a la clase media, podría llegar a hacer.
Cuando entré en la casa, pude escuchar una intensa discusión entre mi padre y Fabricio. Sigilosamente, me acerqué al despacho de mi padre. La puerta estaba entreabierta. Sabía que no debía espiar, pero mi curiosidad y el saber que alguien podía ponerse frente a Alberto Aguirre Fuentes y llevarle la contraria, fue algo demasiado placentero como para detenerme de subir las escaleras de camino a mi habitación.
A pesar de mi aparente bravuconería, tenía mucho temor de mi padre y lo que podría hacer si alguna vez descubría cualquier indiscreción de mi parte. Él machacaba en mi cerebro que debíamos dar el ejemplo, que no podíamos darnos el lujo de ningún escándalo, porque eso sería el equivalente a que él se olvidara no solo de su camino hacia la presidencia de la Nación, sino también de su carrera política. Sé que los tiempos están cambiando, que en algunos países la gente ve más allá de una fachada bien armada, de secretos bien guardados. El pueblo es inteligente cuando tiene que elegir. Sí, sé que muchos dirán que no es así, pero creo que cada uno piensa en su situación y qué puede ganar en lo personal si su candidato resultara vencedor. El ser humano es egoísta por naturaleza. Y, siendo así, cuando vota lo hace en función de su propio beneficio y no por el bien de la Nación. Los mártires han quedado en el pasado, inmortalizados en los libros de historia. No me interesaba ser una Juana de Arco. Tampoco quería ser como la reina Victoria. Solo quería vivir en paz, en mi hermosa Ushuaia, junto al hombre que lograra cautivar mi corazón, y formar una hermosa familia a su lado. Pero, tal vez, hasta ese pequeño sueño sería aplastado por los designios de mi padre. ¿Seré capaz de oponerme? Hoy en día, si esa situación se plantease, sé la respuesta: no.
—¡Tú no entiendes lo que pasa en este lugar! ¡Eres un completo extraño! —escuché a mi padre gritar con evidente exasperación, sacándome de mis vagos pensamientos sobre mi futuro.
—No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que la gente no está convencida con el rumbo que la economía está tomando. Ushuaia es un nudo industrial, portuario y turístico. Deberías apretar más al Estado, exigir más réditos, lograr que Tierra del Fuego sea la más fructífera de las provincias del país. Si lo haces, los ojos de todos los argentinos se posarán en ti, te verán como a un potencial líder, a uno que podría ocupar el sillón presidencial.
La voz de Fabricio era la de un hombre imponente, que sabía cuándo hablar y cómo afectaban en el otro sus palabras. Mi padre quedó mudo, pensativo. No podía verlo, pero lo conocía.
—Entiendo tu punto, Fabricio. Pero las cosas no son tan fáciles como piensas. Este gobierno es tirano, dirige con mano dura y exprime a las provincias de tal manera que nos deja sangrando. Hacerle frente no es tarea fácil.
Esa era la primera vez que escuchaba hablar tan abiertamente a mi padre en contra del actual gobierno. Sé que él no es simpatizante del presidente; mucho menos de sus artimañas para defraudar a los votantes y engrosar sus cuentas personales en el extranjero. La corrupción era moneda corriente en este país, pero nunca fue tan “transparente” como en esos momentos. Me sentí inquieta, ahora comprendiendo la difícil posición en la que se encontraba mi progenitor y la necesidad de tener aliados en los que confiar a su lado.
—Podemos hacer muchas de las cosas que hablamos para poner todo a tu favor.
—No. —La palabra fue dicha con dureza. Alberto Aguirre Fuentes nunca se negaba sin dar explicaciones, así que esperé a que se explayara—: El gobernador de Córdoba ha sufrido un accidente. ¿Te has enterado?
—Sí, lo vi en las noticias. Pero ¿qué tiene que ver con lo que estamos discutiendo?
Mi padre rio en voz alta. Su risa era algo histérica, nerviosa.
—Eso no fue un accidente. Fue una advertencia para el resto de los gobernadores. Enrique había ido muy lejos en sus exigencias al presidente. Y los frenos rotos en su automóvil fueron la respuesta a esas exigencias.
Mi corazón latía con mucha fuerza. Pude percibir el miedo en la voz de mi padre —algo imperceptible para el resto pero no para mí, que lo conocía tanto—, un ligero temblor cuando dejaba de gritar y apenas hablaba entre murmullos.
—¿Tan lejos están llegando? —Fabricio parecía encolerizado, su voz temblaba evidentemente con ira contenida.
—Como te dije, eso fue un aviso. Llegarían más lejos si fuera necesario. Y lo que menos quiero en este momento es que me metan en un ataúd y que mi hija quede sin ninguna protección.
¿Él se preocupaba por mí, o simplemente esa preocupación era para defenderme como a un potencial e importante aliado que podría manipular a su antojo? Nunca dudé del amor que me profesaba, pero era agradable confirmarlo, escuchándolo hablar de mí con tanto celo. Hacía tanto tiempo que anhelaba oírlo decir que le importaba, que me sentía como alguien perdido en el desierto y desfalleciente por unas gotas de agua: gotas del cariño de mi padre.
—No pensé que ella te interesara tanto…
—No sabes nada. Ella lo es todo para mí. —Mi padre escupió las palabras, como si estuviera desafiando a Fabricio a que se atreviera a contradecirlo.
Lo que él no sabía —ajeno a que yo lo estaba escuchando todo— era que sus palabras calaron hondo en mi corazón, asentándose allí con firmes raíces. Mis ojos ahora apenas contenían las lágrimas. Estaba emocionada y con ganas de entrar en el despacho y abrazar a mi viejo querido tan fuerte que le cortara el aire. Pero no podía moverme. Estaba petrificada, sorbiendo por la nariz y aguzando mi oído para seguir escuchando.
—Pero no renunciarías a tu posición, a tu sueño de presidir el país si tuvieras que elegir.
Ahora, Fabricio parecía burlarse; su tono de voz no me gustó en absoluto. Mi padre gruñó antes de responder. Mi corazón parecía un tambor en mi pecho, a la espera de la respuesta. Las próximas palabras de mi padre me dirían todo lo que necesitaba saber, llenarían los espacios que nunca supe comprender en mis cuestionamientos:
—Ella se irá de Argentina en un mes. Estará en otro país por tres años o más. Eso la pondrá a salvo de los tentáculos de este gobierno. Y podré hacer libremente lo que sea necesario para llegar a donde me he propuesto. Amo a mi país y no voy a dejar que los inescrupulosos arruinen la belleza con la que hemos sido bendecidos. Sería más fácil enviar a Carla a Capital Federal para que estudiase allí, pero estaría a la mano de mis enemigos y no podría soportar que alguien le hiciera daño por mi culpa. Además, en Estados Unidos tendrá una educación de nivel internacional, y cuando regrese ya estaré en la posición que ahora es un sueño, pero que estoy convencido de que lograré ocupar. Tengo fe en mi pueblo.
La voz de mi padre estaba henchida de orgullo, elevándose con cada palabra que decía. Él quería el poder para hacer el bien; al menos era lo que él decía y lo que yo entendí. Y me negaba a pensar lo contrario. Por otro lado, quería que su hija permaneciera a salvo. Me quería lejos; no para evitarme, sino porque me amaba y valoraba.
—Tus principios son algo que admiro, Alberto. Pero ellos no te llevarán donde quieres. Tendrás que hacer concesiones.
“Concesiones”. ¿De qué clases de concesiones hablaba Fabricio? No quería saberlo. Necesitaba mantener en mi memoria el recuerdo del hombre honesto que me educó y al que respetaba. No quería pensar que mi padre fuera capaz de proceder de la misma manera que los que tanto criticaba. ¿Acaso Fabricio no era el adecuado para que estuviera al lado de mi padre? ¿Es que me había encaprichado con un hombre sin moral, un hombre que haría cualquier cosa para obtener lo que quería? Pero el gobernador me sacó de mis cavilaciones cuando le respondió:
—Lo sé, pero no quiero que Carla lo vea. No soportaría defraudarla.
Mi padre sonaba abatido, dolido, inseguro. Era la primera vez en muchos años que escuchaba ese tono de voz. La última vez había sido hacía diez años cuando mi madre murió. Y ahora que lo pienso más detenidamente, ese fue el día en el que el distanciamiento entre nosotros empezó a construirse. Era una niña de apenas nueve años, pero aún podía recordar el dolor que azotó mi hogar cuando la noticia del accidente de mi madre se conoció. ¿Acaso no había sido un accidente? En aquel entonces, mi padre estaba postulándose para gobernador de la provincia. Tras la muerte de mi madre, se había alejado de la política hasta que se metió de nuevo en ello, con más fuerza que nunca, cuatro años atrás. Y en ese momento, con lo que él sospechaba que le sucedió al gobernador de Córdoba, mi cerebro empezó a tratar de ir hacia atrás y recordar algo que me diera la respuesta a la duda que ahora comenzaba a carcomerme por dentro.
—La subestimas —dijo Fabricio como si me conociera más de lo que lo hacía, sacudiéndome con esa frase nuevamente al presente, obligándome a dejar otra vez los recuerdos de mi madre, de su sonrisa y la luz de sus ojos, en un rincón casi olvidado de mi cerebro.
La ansiedad de seguir escuchando y de vivir plenamente el resto de los días que me quedaban para irme de mi país por un largo tiempo, hicieron que relegara para otro momento las preguntas acerca de las circunstancias de la muerte de mi madre. Después de todo, eso había sucedido hacía mucho tiempo y, por más que descubriera algo turbio, no podría hacer nada para traerla de regreso a la vida. Pero quería saber; en algún momento haría esas preguntas que ahora me picaban en la punta de la lengua, cuando no fuera peligroso hacerlas y fuera la ocasión adecuada para hacer investigaciones.
—No. Quiero protegerla, aunque sea por unos años más, hasta que sea lo suficientemente mayor para ser quien está destinada a ser: una mujer que ayudará a llevar a este país a su gloria. Sé que ella no tiene mi misma ambición, pero es una mujer que peleará con fiereza por sus creencias. Y si logra una banca en el Congreso, podrá hacer mucho más de lo que se imagina.
Las emociones eran muy intensas. Ya apenas si podía contener el llanto desgarrador que estaba creciendo en mí hasta el punto de no poder retenerlo. El impulso que había tenido de abrir la puerta completamente y arrojarme a los brazos de mi padre, era cada vez más imposible de resistir. Quería decirle que yo era fuerte, que no quería irme lejos y dejarlo solo entre las “pirañas” contra las que tendría que luchar. Por otro lado, sabía que él jamás permitiría que lo hiciera; nunca aceptaría que su pequeña niña ya era toda una mujer y que pelearía a su lado con uñas y dientes para defenderlo y para ser la digna hija del gobernador Alberto Aguirre Fuentes. Al menos, no ahora.
Me atreví a espiar, para poder sumar a su voz sus expresiones.
Mi padre estaba de espaldas, mirando por la ventana, con las manos a los costados, las piernas algo separadas y erguido en toda su altura como si fuera el Coloso de Rodas, erigido para defender su ciudad. No podía ver su rostro, pero su postura decía mucho de él: un hombre fuerte, seguro de sí mismo y que estaba convencido de lo que quería y cómo obtenerlo. Y sabía que nadie haría que desistiera de la decisión que ya tenía tomada.
Por otro lado… Fabricio estaba apoyado en el escritorio. Tenía el ceño fruncido, su boca era una línea recta por la que apenas podían distinguirse sus apetitosos labios. Sus ojos estaban entornados, como si estuviera analizando las opciones, los pasos a seguir. Verlo hizo que las emociones, ya revueltas en mi interior, se agitaran más. Mis rodillas flaquearon y tuve miedo de caer y dar aviso con ello de mi presencia.
Temerosa de ser descubierta y aun sin quererlo, me obligué a alejarme de esa indiscreta puerta entreabierta y subir las escaleras rumbo a mi habitación. Mi cabeza estaba llena de pensamientos, sorpresas, decisiones que formular y tomar. Sabía que mi viaje al extranjero era un hecho, pero antes de irme quería que mi padre supiera todo el amor que sentía por él, toda la admiración que le tenía y que fluía a borbotones desde dentro de mi pecho. Pero, sobre todo, quería que supiera que a mi regreso estaría a su lado, luchando por sus ideales —los cuales haría míos—, siendo el apoyo de confianza que ahora le faltaba.
Ya en mi habitación, me senté en el banco junto a la ventana, mirando sin ver la inmensidad del océano que se agitaba a lo lejos, lamiendo las costas y seduciendo mis sentidos.
Todos mis pensamientos se centraron en Fabricio y en lo que le había propuesto a mi padre. Mi intuición me decía que no era algo muy honesto, porque si no, ¿qué podría haber sido para que el gobernador se negara tan rotundamente? Porque esa conversación que había escuchado era del gobernador, no de mi padre. Siempre sentí esa distinción, como si tuviera lugar en él un desdoblamiento en dos hombres: el de negocios y el de familia. Uno frío, autoritario, inflexible y distante; el otro —en aquellas épocas en las que éramos una familia bien constituida— cariñoso y permisivo. Incluso en ese momento, que casi no se podía percibir la diferencia entre esos dos hombres, estando casi siempre presente el hombre de negocios, perdiendo la calidez y el cariño que tanto añoraba, me costaba pensar en mi padre como tal cuando ejercía sus funciones como gobernador.
La intriga y la incertidumbre estaban carcomiéndome de adentro hacia afuera. Quería saber sobre esas “concesiones” de las que hablaba Fabricio, pero ninguna idea venía a mi mente para preguntar sin revelar mi indiscreción de escuchar tras la puerta una conversación que debería haber sido ajena a mi conocimiento.
Ahora tenía demasiado en mi plato para sumar más cosas.
Por un lado estaba mi padre, un hombre solitario con un objetivo claro: su causa. La idea de que se corrompiera para alcanzar ese objetivo me tenía con el estómago revuelto. Y la sensación de que la muerte de mi madre podría estar relacionada con los avances de mi padre en la política, me hacía poner más enferma.
Por otro lado estaba Fabricio, tan enigmático e inalcanzable, alguien a quien no podía leer. Me era imposible entender qué lo motivaba, y eso me enloquecía y me atraía a él con mayor intensidad.
Con el poco tiempo que tenía y el peligro que envolvía sumergirme en el pasado y rebuscar las repuestas a mis preguntas, decidí ir por Fabricio. Y “seducirlo” se convirtió en mi más intenso objetivo a corto plazo, costara lo que me costase. Necesitaba tener a ese hombre comiendo de la palma de mi mano. Quería ser yo la causa que lo motivara a vivir, vibrar, respirar, que por mí quisiera despertar cada mañana. Porque él se estaba convirtiendo en una obsesión tal que, si no lo veía por unos días, podía sentir que mi pecho se oprimía y me faltaba el aire. ¿Eso era amor? No lo sabía, pero quería averiguarlo antes de partir, porque tenía un fuerte presentimiento de que mi viaje a Estados Unidos cambiaría radicalmente mi vida tal como la conocía. Tal vez me marcharía con el corazón roto. Pero es mejor amar y no ser correspondido que no haber amado nunca. Al menos, eso era algo que había leído en algún lado y que ahora se me antojaba ponerlo como excusa para mis próximos movimientos en la búsqueda de alcanzar lo que me había propuesto.
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