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[/ezcol_1third_end][/fusion_tab][fusion_tab title=”Fragmento del Libro” icon=”fa-book”]PRÓLOGO
El callejón se encontraba frío y oscuro, el olor a rancio mezclado con el de excrementos lastimaba los sensibles sentidos del león en Nate. La noche había caído y era momento de moverse para ir a trabajar. Su hogar estaba infestado de roedores y los desperdicios se acumulaban, día a día, haciendo que fuera casi imposible mantenerse limpio —algo que le traería mucha más ganancia a la hora de acordar un nuevo trabajo.
Asomando la cabeza fuera del callejón, miró hacia el cielo. La desolada noche estaba teñida de un color negro profundo. Había llovido en la tarde, y ahora la humedad hacía que el frío penetrara más por la fina tela de su roída chaqueta. Pero ni el frío ni las huellas dejadas por la lluvia eran un impedimento para que saliera a buscar clientes.
Su caminar estaba iluminado por la luna llena, que hacía menos terroríficas y peligrosas las oscuras y silenciosas calles de los suburbios de Chicago. A pesar de que había algunas estrellas pintando el manto oscuro sobre su cabeza, las sombras negras lo envolvían. Pero no se sentía incómodo rodeado por la oscuridad; al contrario, ella era su amiga.
Se sentía fatal. Había pasado demasiado tiempo desde que obtuvo algo de la droga a la que era adicto. Sus entrañas ardían, su garganta estaba seca y lastimada por la intensa sed que tenía. Pero, sobre todo, anhelaba con una necesidad absoluta una dosis más. Yendo más allá de la necesidad física, un hambre voraz que carcomía sus entrañas gritaba por cada poro de su cuerpo ser saciada con el líquido azulino que se deslizaba por sus venas cada vez que le pagaba a su proveedor. Y, esa noche, se esforzaría en hacer el suficiente dinero para saciar la ansiedad y desesperación que ya estaban destruyendo su cerebro, anulando sus pensamientos, revolviendo sus recuerdos en una madeja enredada y doliente que golpeaba en su cabeza.
Ya ni recordaba todo lo que había hecho para obtener la adictiva droga con la que volaba más allá del cielo. Seguramente, si se acordara, no se sentiría para nada orgulloso. Pero, cuando lograba meter el mágico líquido en sus venas, dejaba de temblar y su piel ya no quemaba. Y lo que más necesitaba era paz; aquella que, después de una dosis, lo arrullaba como el canto de su madre de pequeño. Algo que su torturada mente reclamaba a cada instante —y eso valía la pena cada centavo ganado.
Con la resolución grabada en su mente, buscó un nuevo objetivo. Un nuevo cliente al que darle una mamada o que follara su culo. Ser un chico de alquiler fue lo único que le quedó para obtener lo que necesitaba, lo que su cuerpo le pedía a gritos después de que el primer hombre del que se enamoró a sus dieciséis años le regalara su primera vez —en el sexo y la droga.
Sabía que era muy hermoso. Los hombres lo codiciaban y pagaban por sus servicios sin regatear. Y ya ni siquiera se le revolvía el estómago por tener que ponerse de rodillas y darle placer a un desconocido. Ni siquiera porque el hombre fuera viejo, o demasiado feo, u oliera a putrefacción. Solo deseaba el dinero que obtendría al finalizar su trabajo, para después correr hacia su proveedor y obtener lo que no podía dejar…, ni quería dejar. No, él no quería dejar su adicción. Amaba esa droga que lo embriagaba de gozo. Algo mucho mejor que un buen polvo, tal como se lo demostró Pierce Rho cuando inyectó ese mágico líquido en su torrente sanguíneo aquella primera vez. Y entonces voló mientras Pierce lo follaba sin sentido durante horas y horas. Los gritos y los ruegos retumbando en las paredes aún acudían a su mente, a pesar de que había hecho todo lo posible por borrar todo recuerdo de esos momentos.
Pierce había sido salvaje, un humano que amaba lastimar a sus amantes, y él había sido su juguete ideal —no solo por su belleza y sus delicados rasgos, sino también por su aspecto de ángel caído. Y, siendo un cambiaforma león, sanaba rápido de aquellos a los que les gustaba el sexo rudo. Y, como Pierce era muy engreído, se alegraba de la buena suerte que había tenido al conseguir un juguete que no se rompiera con facilidad, sin buscar alguna razón oculta para la casi “mágica” sanación de su amante.
Nate jamás dejó que el humano supiera lo que era. Ni siquiera quería pensar cómo lo hubiera utilizado si se enteraba de su secreto. Recordaba vagamente el momento en que lo había conocido. A la salida de la escuela, un extraño llamó su atención. Sin poder evitarlo, había posado su vista en ese musculado cuerpo, esa cara masculina y angulosa y, sobre todo, en esa boca gruesa y torcida que le tiró un beso. La piel oscura del motoquero, su cabeza rapada y su vestimenta de cuero, lo habían hecho babear. Era un cachondo adolescente que estaba ansioso por acción, y no dudó ni un segundo cuando, después de una semana de ver al hombre día a día al salir de la escuela mirándolo con lujuria y deseo, lo llamó con un gesto de la cabeza y le dijo: “Súbete a la moto, te voy a dar el paseo de tu vida”. Sin pensarlo dos veces, obedeció y se aferró a esa estrecha cintura con la que había soñado durante una semana, apretándose contra la espalda ancha del hombre que olía tan bien. Pierce lo llevó a su casa, lo desnudó poco a poco, lamió todo su cuerpo por interminables minutos y después tomó su virginidad. Y él amó cada segundo en el que esa lengua talentosa, esas manos grandes y callosas, esa polla dura y gruesa, lo hicieron gozar hasta que tuvo su primer orgasmo siendo montado por un hombre —un experimentado hombre mayor que sabía cómo hacer que a un adolescente primerizo se le dieran vuelta los ojos en la cabeza con la sacudida de un buen polvo.
Pierce fue lentamente haciendo que se prestara a sus perversiones, siempre logrando que le rogara por ello. Era un manipulador magistral. Y, cuando lo tuvo a su merced absoluta —habiéndolo torturado con cera caliente, látigos, bondage extremo, y muchos juguetes sexuales que nunca supo ni cómo se llamaban—, Pierce se aburrió. Él ya no era una novedad, había hecho todo lo que le había pedido y más. Y ese fue el momento en el que la droga entró en su vida. Después, con el tiempo, vino la maldita adicción y su prostitución en las calles.
Había cometido el error de huir de su casa y quedarse con Pierce, quien había envenenado su cabeza con promesas falsas y aquellas palabras dulces que había querido escuchar y creer. Y el maldito hombre terminó entregándolo a sus amigos por una suma importante de dinero. Después de esa noche terrible y desgarradora, y pensando seguramente que su juguete estaba demasiado roto y completamente sin uso alguno para sus negocios, Pierce lo arrojó en el callejón al que ahora llamaba hogar.
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